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Todo empezó cuando algunos seguidores pusieron en duda que tuviera esos trastornos. “TENGO problemas de salud mental: bipolaridad, depresión posparto y trastorno de estrés postraumático”, contestó Lily Allen. “Puedo buscar el informe médico si quieres, pero quedarías como un imbécil”.

Lejos de achantarse, los trolls de peor calaña llegaron a culpabilizarla de la muerte de su hijo. “Quizá si no bombardearas tu cuerpo con drogas, no habrías abortado”, sentenciaba uno de los tuits dirigidos a la cantante.

Allen decidió que era suficiente y se fue dejando un mensaje de hartazgo: “mi timeline está lleno de la peor mierda racista, sexista y misógina. En serio, a nuevos niveles. No soy una masoquista, así que nos vemos”.

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Más tarde volvió para enviar una captura a Jack Dorsey, el fundador y CEO de Twitter. Allen había denunciado el acoso de sus trolls a la compañía y Twitter respondió con un mensaje estándar: “Revisamos cuidadosamente su reporte y comprobamos que no hubo violación de las normas de Twitter respecto al comportamiento abusivo”. “Siempre igual”, tuiteó Allen.

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En los últimos meses, Twitter ha implementado un filtro de calidad para que las víctimas de acoso no lleguen a ver las respuestas abusivas de sus seguidores y ha hecho una limpieza masiva de trolls mediante la técnica del shadow banning: nadie puede ver los insultos de esos usuarios, pero esos usuarios no lo saben (simplemente creen que están siendo ignorados).

También ha cambiado el algoritmo que ordena las respuestas, para que siempre queden por encima las más relevantes (por ejemplo, las de personas a las que sigues o las que tienen más retuits y favoritos).

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Pero, a diferencia de Facebook, que te obliga a usar tu nombre real (aunque no siempre lo consiga) y a ser amigo de alguien para comentar en sus publicaciones, Twitter es una red abierta que favorece el anonimato. Cualquier desconocido puede llegar hasta ti y hacerte daño, incluso sin usar palabras clave que un algoritmo pueda reconocer como insultos.