Dicho experimento acabó convirtiéndose en un estudio en 1957 bajo el título de “El efecto de las explosiones nucleares en las bebidas comercialmente envasadas”. Un estudio que el investigador Alex Wellerstein recuerda así:

En 1956 la Comisión de Energía Atómica detonó dos bombas, una con una liberación de energía equivalente a 20 kilotones de TNT , y otra de 30 kilotones en una zona de pruebas en Nevada. Las botellas y las latas fueron cuidadosamente colocadas a varias distancias de la zona cero.

Los contenedores más cercanos se colocaron a menos de 400 metros de distancia y desde ahí en adelante fueron colocando el resto. Algunas fueron enterradas en lotes, otras se colocaron una al lado de la otra…

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¿El resultado? Aunque las cervezas más cercanas a las explosiones quedaron ligeramente radioactivas, los investigadores determinaron que todavía eran potables, al menos si se trataba de una emergencia. Obviamente también, aquellas bebidas que estaban situadas más lejos quedaron menos irradiadas.

¿Cómo? El líquido estaba protegido por los recipientes de las cervezas. Estos recogieron parte de la radiactividad e hicieron posible que fueran “potables” o “bebibles”, aunque como decíamos, en menor medida las más cercanas a la detonación.

Incluso para probar que estaban en lo cierto los investigadores llegaron a probar las bebidas, la mayoría de las cuales consideraron que estaban “buenas” (menos aquellas que se encontraban más cercanas a la explosión).

Así que sí, en el improbable caso de que nos encontremos en el radio de una detonación nuclear, salvemos la vida y lo primero que nos venga a la cabeza es abrir una lata de cerveza, posiblemente no nos ocurra nada malo.

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Al menos nada peor que el hecho de encontrarnos en una zona donde el polvo y la ceniza radioactiva ya están envenenando el ambiente que respiramos. Quizá por ello y de darse la situación, lo ideal sería encontrar un refugio (a poder ser un bunker) antes de abrirnos esa cerveza radioactiva. [Business Insider]