Ya son 11 los muertos en esa trampa mortal que parece haberse formado en pleno ascenso a la cumbre del Everest. La imagen de la particular “romería” de escaladores es difícil de entender por muchas razones, más aún conociendo la alucinante historia que tuvo a Anatoli Boukreev como protagonista.
Ernest Hemingway decía que en realidad solo hay tres deportes: los toros, las carreras de autos y el alpinismo, “el resto son simplemente juegos”, comentaba. Y aunque su definición del mundo del deporte no se parece en nada a la que yo tengo, su punto era que, para calificar como tal, debía haber una buena probabilidad de que murieras en algún momento.
De ser así, con el alpinismo no pueden existir dudas, y probablemente no exista otra modalidad deportiva más peligrosa. Los que jamás hemos ascendido una montaña del calibre del Everest solemos asistir a las noticias, los relatos y las imágenes y vídeos con una mezcla de asombro e incredulidad. ¿Qué demonios lleva a esta gente a arriesgar así su vida?
La semana pasada aproximadamente 200 personas llegaron a la cima del mundo el mismo día. Esto significa que 200 personas “atascadas” también debían bajar apresuradamente, y eso puede ser un gran problema. Esta congestión supone que los grupos deben esperar su turno para comenzar el descenso, a veces de horas, y sin tener en cuenta una de las máximas en la escalada: la climatología.
La imagen que se ha repetido hasta la saciedad la subió el escalador Nirmal Purja. En ella vemos una línea densa de personas en su camino hacia el llamado Paso de Hillary y luego la cima. La instantánea se tomó al mediodía, y según Purja había más de 300 escaladores en total.
Aquella no era la primera evidencia de una gran aglomeración en la montaña en la reciente temporada: el 19 de abril, una foto de los escaladores en fila en la cascada de hielo de Khumbu también causó sorpresa...
Las corrientes de chorro, el flujo de aire concentrado, rápido y estrecho que se encuentra en nuestra atmósfera, son sin cabe más intensas cerca de la cumbre del Everest durante gran parte del año. Por esta razón solo hay unas pocas ventanas climáticas, a menudo dos o tres días a finales de mayo, donde se da el momento óptimo para que los escaladores hagan un esfuerzo por alcanzar la cima. Por esta razón también, muchas expediciones se ven obligadas a acudir en masa al mismo tiempo.
Para los Sherpas, trabajar en el Everest tiene sentido, la razón por la que siguen regresando es que es un trabajo muy bien pagado. Para todos los demás, sin embargo, las motivaciones son más difíciles de explicar. Los hay que simplemente lo hacen para alardear y porque tienen el dinero para hacerlo (el precio de coronar la montaña más alta del mundo va de 30.000 a 130.000 dólares), y los hay, obviamente, que lo hacen por ese espíritu indomable del aventurero, por el simple desafío (hoy ya no tanto por la exploración).
Y es que desde 1953, fecha oficial en la que el hombre conquistó por primera vez la cima de la montaña, el romanticismo ha dado paso lentamente a un tipo de turismo que, aunque arriesgado, cada vez está más cerca de un día de playa un domingo de agosto.
De hecho, se calcula que desde mitad del siglo XX más de 4 mil personas la han ascendido, dejando posteriormente rastros de basura, desechos y, en el peor de los casos, sus cuerpos. Cuerpos que paradójicamente han servido de ayuda a este creciente turismo. La dificultad y el coste de rescatar muchos de ellos ha permitido que junto a los hierros instalados en las rutas, los cadáveres congelados sirvan como punto de referencia para los aventureros.
Y de entre los muertos, el llamado Green Boots, en realidad el escalador indio Tsewang Paljor, cuyo cadáver ha estado durante décadas postrado sobre las heladas piedras del área donde falleció como recordatorio para los aventureros de un hobby que puede llevar a la muerte.
Green Boots, llamado así por el calzado de neón que llevaba cuando murió, aparecía y desaparecía dependiendo del tiempo. Cuando la cubierta de nieve era ligera, los escaladores tenían que pasar por las piernas extendidas de Paljor en su camino hacia la cumbre. Todas las expediciones del lado norte encontraban en el algún momento el cuerpo encogido en una cueva de piedra caliza a 8.500 metros de altura.
Esto nos lleva a una pregunta de la que no existe respuesta exacta: ¿cuántos cuerpos yacen en el Everest? Se calcula que, como mínimo, más de 200 si hacemos caso a las desapariciones oficiales. Escaladores y sherpas que se encuentran escondidos en las grietas, enterrados bajo la avalancha de nieve y expuestos en las rocas de la cuenca hidrográfica.
De la anterior pregunta podríamos derivar a una segunda. Si sabemos que las muertes se dan desde hace tanto tiempo, ¿cómo es posible que el fatal desenlace no haya remitido con el paso de los años? ¿No existen medios para asegurar una ruta que permita llegar a la cima y regresar sin perder la vida por el camino?
La zona de la muerte
Obviamente no. Exactamente, el pico más alto del mundo son 8.848 metros de altura, y nuestros cuerpos no pueden funcionar adecuadamente por encima de cierta altitud. Si bien funcionamos relativamente bien a nivel del mar, donde los niveles de oxígeno son adecuados para nuestro cerebro y pulmones, en la cima del Everest estamos expuestos a lo que se conoce como la “zona de la muerte”.
No se trata de una ubicación, se conoce así al punto por encima de los 8.000 metros donde se encuentra tan poco oxígeno que el cuerpo comienza a morir, poco a poco, minuto a minuto y célula a célula. En este punto, los cerebros y los pulmones de los escaladores carecen de oxígeno, y el riesgo de un ataque cardíaco o accidente cerebrovascular aumenta exponencialmente mientras tu propio juicio se deteriora rápidamente.
Contaba Jeremy Windsor, un médico que subió al Everest en 2007, que las muestras de sangre tomadas de cuatro montañeros en la zona de la muerte revelaron que los escaladores sobrevivían con solo una cuarta parte del oxígeno necesario a nivel del mar. Dicho de otra forma, aquello era solo comparable a las cifras “encontradas en pacientes al borde de la muerte”, explicaba Windsor.
Por esta razón los escaladores deben acostumbrarse a la falta de oxígeno, pero hacerlo puede ponerlos en riesgo de sufrir un derrame cerebral o un ataque cardíaco, porque cuando la cantidad de oxígeno en tu sangre cae por debajo de cierto nivel, tu frecuencia cardíaca se eleva hasta 140 latidos por minuto, lo que aumenta el riesgo del temido ataque.
La aclimatación en este sentido es obligatoria, hay que darle tiempo al cuerpo para adaptarse a esas condiciones extremas donde los pulmones parecen aplastarse por momentos. Las expediciones suelen ir poco a poco antes de realizar ese último esfuerzo hasta la cima. Un tiempo necesario donde el organismo comienza a producir más hemoglobina para compensar el cambio de altitud, aunque incluso así hay que tener cuidado, porque demasiada puede espesar la sangre y provocar un derrame cerebral.
A esa altura también se produce uno de los grandes males de los escaladores: la hipoxia. Se trata de la falta de circulación adecuada de oxígeno a órganos como tu cerebro. La razón: la aclimatación a las altitudes de la zona de la muerte no es posible en muchas ocasiones.
Aunque muchas de las muertes de los escaladores se producen por caídas, lo que no se suele tener en cuenta es que esas caídas son producto de decisiones incorrectas producidas por el agotamiento y la falta de oxígeno, un juicio deteriorado que lleva al olvido de, por ejemplo, volver a engancharse en una cuerda de seguridad, desviarse de la ruta o no preparar adecuadamente los equipos que salvan vidas, como los tanques de oxígeno suplementarios.
Todo ello nos lleva de nuevo a la imagen que hemos visto estos días. Los escaladores apresurándose a llegar a la cima durante un corto período de buen clima, y los grupos atascados esperando en la zona de la muerte durante horas, llevando a algunos a colapsar por agotamiento y finalmente fallecer.
Como también explicábamos al comienzo, esta no ha sido la primera historia de este tipo. De hecho, es posible que la gran mayoría de los escaladores conocieran el relato ocurrido en 1996 que convirtió a un tipo en leyenda. Un desastre en el Everest con decenas de escaladores atrapados, un clima “infernal”, y un hombre dispuesto a ascender sin oxígeno con un único plan: Anatoli Boukreev.
El desastre del Everest
Poco antes de morir, y en una de sus últimas aventuras en el Everest, Anatoli Boukreev explicó una vez más antes de comenzar el ascenso que ningún guía podía garantizar la seguridad a una altitud extrema:
Ofrezco mi experiencia de alquiler. Asesoraré a un grupo de personas sobre cómo llegar a la cumbre y los ayudaré, pero no puedo ser responsable de su seguridad. Todos deberían entender esto.
Estas palabras, aunque puedan sonar un tanto inflexibles para alguien que se dedicaba a escalar, guiar y ayudar a otro grupo de personas, encierran de alguna forma una evaluación de lo más honesta de la realidad en los picos más altos del mundo y de la forma que tuvo de enfrentarse a ella el escalador.
Boukreev nació en 1958, en los Urales rusos (en el actual Óblast de Chelyabinsk), aunque pasó gran parte de su vida en Kazajstán. Tras completar la escuela secundaria en 1975 asistió a la Universidad de Chelyabinsk, donde se especializó en física y obtuvo su título de ciencias en 1979. Al mismo tiempo, Boukreev también completó un programa de entrenamiento para el esquí de fondo.

Después de graduarse, el joven, con entonces 21 años, ya soñaba con escalar montañas y exhalar desde la cima del planeta. Se mudó a Alma-Ata, la capital de la vecina RSS de Kazajstán (actual Kazajstán), ubicada en la cordillera Tian Shan. A partir de 1985 formó parte de un equipo de alpinismo de Kazajstán, y de hecho se convirtió en ciudadano en 1991 después de la disolución de la Unión Soviética, adoptando así la doble ciudadanía.
Anatoli formaba parte de una comunidad de escalada de élite en la Rusia soviética durante los años 80, pero lo cierto es que estaban tan aislados del resto del mundo que solo subían dentro de las fronteras de su país. A partir de la década de 1990, y tras el colapso soviético, comenzó a trabajar como guía comercial.
Como montañero se hizo un nombre en una serie de ascensos audaces y rápidos en el Cáucaso y Tien Shan, mientras se ganaba la vida como entrenador para el equipo femenino ruso de esquí de fondo. Más tarde se ganó una reputación como iconoclasta individual con su primer gran éxito en el Himalaya.
En 1989 formó parte de un equipo soviético meticulosamente organizado en el ascenso de la tercera montaña más alta del mundo, Kang-chenjunga. La expedición, que recibió poco reconocimiento en Occidente, realizó la primera travesía continua de las cuatro cumbres más altas de Kangchenjunga.
Aquella aventura, y en aras de la seguridad, Boukreev y sus compañeros utilizaron oxígeno suplementario, aunque en ascensos posteriores de 10 de los 14 picos de 8.000 metros del mundo, Boukreev evitó toda ayuda artificial. Su negativa a usar oxígeno embotellado, incluso cuando guiaba a los clientes en el Everest, generó grandes críticas de otros guías, quienes argumentaron que esto lo hacía menos adecuado para ayudar en su cargo.
Sin embargo, su valentía en el Collado Sur y, sobre todo, sus acciones en el relato más famoso y alucinante del pico del mundo, el desastre del Everest de 1996, parecen refutar toda crítica.
Dicho evento tuvo lugar del 10 al 11 de mayo de 1996, y como estos días, se abrió una pequeña ventana de tiempo entre las tormentas, por lo que varios grupos se dirigieron a la cumbre al mismo tiempo. Debido al embotellamiento, todos tuvieron que caminar en línea a lo largo de la delgada área conocida como Southeast Rige.
Durante esta temporada fatídica, 12 personas murieron tratando de llegar a la cima, lo que la convirtió en la temporada más mortal en el Monte Everest antes de las 16 muertes de la avalancha de 2014 y las 22 muertes resultantes de las avalanchas causadas por el terremoto de Nepal en abril de 2015.
Hoy estamos a una muerte de igualar las cifras.
En aquellas fechas de mayo, numerosos escaladores, incluidos varios equipos grandes, así como algunas pequeñas asociaciones y escaladores individuales, se encontraron en la misma zona del Everest. En el caso de Boukreev, formaba parte de la expedición formada por la compañía Mountain Madness y liderada por Scott Fischer, Neal Beidleman y el propio Anatoli como guías de ocho personas.
El 10 de mayo, una fuerte ventisca se instaló en el monte con los escaladores en su camino de regreso. Varios miembros de la expedición quedaron atrapados en la zona de la muerte, a más de 8.000 metros con apenas oxígeno. Dado que la energía de todos los hombres se había centrado previamente en el ascenso, el descenso se había convertido en un desafío imprevisible.
Debido a la poca visibilidad, aquellos que regresaron al campamento a 7.900 metros no estaban preparados para realizar una misión de rescate. Todos estaban demasiado agotados o simplemente entendían que salir en una tormenta de nieve sería fatal.
A pesar de todas las probabilidades que indicaban que una aventura de rescate era poco menos que una llamada a la muerte, Anatoli Boukreev quiso intentarlo.
Unas horas antes todo había salido aparentemente bien. El clima era favorable y no mostraba signos de empeoramiento. Boukreev, quien había sido contratado por Fischer debido al reconocimiento que arrastraba como alpinista experimentado y extremadamente fuerte, iba por delante de su equipo, llegando a la cima alrededor de la 1 pm esperando a los demás.
A las 2:30 pm solo dos de cada ocho escaladores habían alcanzado la cima. Preocupado por los demás, Boukreev bajó para averiguar si había algún problema. Justo debajo de la cima, Anatoli vio a Rob Hall, jefe de una expedición de Nueva Zelanda, y luego pasó a cuatro de sus clientes en pleno ascenso, así como a Scott Fischer, que parecía estar bien.
Como recordaría el propio Boukreev más tarde:
Sobre el Paso de Hillary (la famosa barrera de roca debajo de la cima) vi y hablé con Scott Fischer, quien estaba cansado y parecía un poco enfermo. No había ninguna señal aparente de dificultad, aunque había empezado a sospechar que su suministro de oxígeno ya estaba agotado o a punto de hacerlo.
Le dije a Scott que el ascenso parecía ir muy lento, y me preocupaba que los escaladores en descenso posiblemente se quedaran sin oxígeno antes de regresar al Campo IV (a 7.900 metros). Le expliqué que quería descender lo más rápido posible al Campamento IV para calentarme y obtener un suministro de bebida caliente y oxígeno en caso de que tuviera que volver a subir a la montaña para ayudar a los escaladores en descenso. Scott, como lo había hecho Rob Hall antes que él, me dio el “OK” al plan.
Boukreev regresó al campamento y se preparó para encontrarse con los que iban regresando. Sin embargo, cuando a las 6 de la tarde no había aparecido nadie, comenzó a preocuparse. Al no tener enlace de radio, reunió suministros y oxígeno, y trató de localizar a los escaladores. El avance de la tormenta lo hacía todo más complicado. La poca visibilidad y no tener idea de dónde podrían estar llevó a Boukreev a tomar la decisión de regresar al Campo IV.
Si una tormenta a 8.000 metros de altura es peligrosa, la oscuridad de la noche se convierte en la peor de las pesadillas para alguien que queda atrapado lejos de un campo base. A la congestión de grupos de escaladores que se había dado aquel día le tocaron ambas posibilidades.
Los vientos alcanzaron los 70 kilómetros por hora (lo suficientemente duro como para levantar a una persona por sus pies) y la brisa del viento cayó a niveles de congelación extremadamente rápida. Algunos de aquellos escaladores que quedaron atrapados en la tormenta se estaban congelando sus ojos si no seguían parpadeando.
La piel expuesta se congelaría casi al instante. Un escalador que logró sobrevivir después de varias horas en medio de la tormenta había perdido sus guantes. Cuando regresó sus manos estaban tan congeladas que parecían estar talladas en hielo.
Para las 9 pm, el escalador Martin Adams llevó al Campo IV a duras penas, aunque demasiado débil para hablar. Más tarde, otros tres miembros del equipo regresaron: el guía Neal Beidleman y los escaladores Lene Gammelgaard y Klev Schoening.
Estos últimos le contaron a Anatoli que había cinco escaladores varados no muy lejos del campamento: tres eran de la expedición Mountain Madness (Charlotte Fox, Tim Madsen y Sandy Pittman), y dos del equipo de Nueva Zelanda (Yasuko Namba y Beck Weaters). Lopsang Jangbu, el guía local líder, apareció más tarde y le dijo a Boukreev que Fischer estaba atascado prácticamente en la cima.
Por tanto, la situación era angustiosa. Había seis personas que necesitaban ayuda a toda costa, y a poder ser en poco tiempo antes de que algunas de las múltiples fatalidades que se dan en la zona de la muerte hiciera su aparición. Y Boukreev parecía ser el único que estaba dispuesto a salir.
El escalador y guía emprendió el camino con té y oxígeno hasta tres veces bajo la tormenta. Trajo primero a Sandy Pittman, luego a Charlotte Fox y finalmente a Tim Madsen. Boukreev estaba exhausto e imploró repetidamente a los sherpas y miembros de otras expediciones que lo ayudaran a salvar a Yasuko Namba (Weaters no estaba allí en ese momento), sin embargo, nadie quería arriesgar su vida. Como explica uno de los escaladores en el libro The Climb:
Recuerdo haber visto a Boukreev después de regresar con Fox y Madsen. Me desperté a las 5 de la mañana y vi a Anatoli. Había regresado. Ya había luz, y se sentó sin decir una sola palabra. Estaba completamente agotado. No le quedaba una gota de energía. Y entonces comprendí claramente que trajo a Tim, Charlotte y Sandy después de subir el Everest sin oxígeno, y sin embargo, no podía hacer nada por Yasuko Namba y el alpinista Beck Weaters que permaneció allí en la cima.
En realidad, tampoco pudo hacer nada por Fischer. Al día siguiente, los sherpas fueron a buscarlo, pero ya era demasiado tarde. Boukreev no podía creerlo y fue a verlo por sí mismo. En su camino, vio que Beck Weaters había logrado encontrar el campamento, un verdadero milagro. Poco después llegó hasta Fischer, pero ya no podía hacer nada, “Mis últimas esperanzas se rompieron. No pude hacer absolutamente nada por ayudarlo”, recordaba.
Todavía hoy muchos se preguntan cómo pudo Boukreev encontrar a los escaladores casi a ciegas y completar el regreso en completa oscuridad, tres veces. Aquella noche murieron ocho escaladores.
Boukreev se aseguró de que no fueran 11.
En el año 2015 se estrenó la película Everest, basada libremente en los acontecimientos de mayo de 1996. En el film, el personaje de Boukreev pasa por ser un guía ruso que le da a la bebida y toca el acordeón. Cosas de Hollywood y del periodista Jon Krakauer, quien en su libro Into Thin Air atacaba a Boukreev de irresponsable por dejar atrás a sus clientes y no usar el oxígeno para evitar los efectos peligrosos de la hipoxia a gran altura.
La respuesta del alpinista llegó años después en su libro The Climb, donde explicaba que prefería escalar sin oxígeno porque creía que era más seguro, honesto y le ayudaría a evitar la pérdida repentina de aclimatación que ocurre cuando se agotan los suministros de oxígeno suplementario:
He estado escalando durante más de 25 años y usé oxígeno suplementario solo una vez que subí a una montaña de ocho mil. Nunca tuve dificultades debido a la falta de oxígeno suplementario.
El 25 de diciembre la aventura de Anatoli Boukreev se agotó cuando una avalancha lo engulló hasta la muerte. Acababa de iniciar una nueva ruta, en invierno, en la gigantesca Cara Sur del Annapurna, un proyecto típicamente audaz para un hombre que será recordado como uno de los montañeros más duros, extremos y valientes del planeta. [The Climb, Into Thin Air, Mark Horrell, CNN, BBC, Wikipedia, Wikipedia]