La imagen del padre dedicado no es común más allá de nuestra especie. Mientras en los humanos la figura paterna se transforma con los valores sociales, en la naturaleza su presencia es mínima. ¿Qué factores impiden que los machos participen en la crianza? La respuesta está en la propia lógica evolutiva del reino animal, donde la supervivencia rara vez se apoya en la ternura.
Los límites biológicos del cuidado paterno

En muchas especies animales, las crías ni siquiera se parecen a sus padres ni comparten el mismo hábitat. Esta diferencia anatómica y ecológica hace inviable cualquier convivencia. Incluso donde no hay fases larvarias, la mayoría de los adultos abandona a sus descendientes poco después del nacimiento o la eclosión. Si una especie produce miles de crías en un solo evento, no hay margen para cuidados individuales.
Solo en ciertos entornos con refugios como nidos o madrigueras, o bajo condiciones ambientales adversas, los cuidados parentales se vuelven esenciales. Aun así, suelen ser las hembras quienes asumen esta tarea. En algunos casos extremos, como el de los tiburones, las madres patrullan zonas de cría para evitar que otros adultos ataquen a sus propias crías.
Casos excepcionales y estrategias inesperadas

Existen, sin embargo, animales que han evolucionado hacia modelos de paternidad singulares. En los peces como el caballito de mar, el macho transporta los huevos en su cuerpo hasta que los pequeños pueden valerse por sí mismos. Algunos cíclidos incluso alimentan a sus crías segregando nutrientes por la piel.
El modelo más común de crianza compartida se encuentra en las aves. En el 95 % de las especies, ambos padres incuban los huevos y alimentan a los polluelos. Esta cooperación tiene sentido: mantener la temperatura de los huevos es vital para su desarrollo y requiere atención constante.
De los mamíferos al ser humano
En los mamíferos, los cuidados recaen casi por completo en las hembras. La gestación interna y la lactancia vinculan estrechamente a la madre con sus crías. En los primates, la crianza incluye la enseñanza, lo que implica una herencia tanto genética como cultural. En los humanos, esta transmisión se refuerza por la posibilidad de aprendizaje y comunicación prolongados.
Aunque desde el punto de vista biológico el papel del padre está limitado, la cultura permite ampliarlo. Cada vez más hombres asumen activamente la crianza, no solo como proveedores, sino como referentes afectivos y educativos. En un mundo donde las normas evolucionan, ser un “buen padre” es también una elección que trasciende la genética.