Se acerca Halloween y es un buen momento para hablar de una de las muertes más espantosas que un ser humano puede tener: el llamado entierro prematuro en un ataúd. Historias reales y leyendas se juntan para conformar una de las fobias más comunes.
En realidad no tiene por qué ser un accidente. Por supuesto, cuando se trata de sepultar un cuerpo humano que todavía respira puede ser accidental, pero la historia también nos indica que ha formado parte de las torturas más terribles para ejecutar a una persona.
La literatura y el cine también han ayudado a que esta forma de sucumbir, aunque solo sea un pensamiento fugaz, se vea como una de las muertes más terroríficas. Por ejemplo, Buried de Rodrigo Cortez, o la Beatrix Kiddo de Tarantino.
En Kill Bill 2 veíamos como la heroína del filme emergía con unos pocos aunque sangrientos golpes de nudillo de su propia tumba. Ese grado de fuerza y perseverancia, aunque útil a unos centímetros del suelo, desafortunadamente existe solo en la ficción. En la vida real, la víctima enterrada se muere, aunque el proceso mortal hasta ello no es tan malo como se podría pensar.
Imaginar cómo una persona sucumbe a la muerte cuando está enterrada viva ha proporcionado material para la imaginación depravada de muchos a lo largo de los siglos. Poe escribió The Premature Burial durante el apogeo de la epidemia de cólera en el siglo XIX, el cual dio origen a una fobia general a ser enterrado vivo.
En respuesta a ello, los “ataúdes de seguridad”, equipados con campanillas para los enterrados por error para alertar a los vivos, aumentaron en popularidad. Si bien el error del sepulturero se ha reducido considerablemente desde entonces, la fobia no, en parte gracias a la mórbida fascinación por la forma en que el entierro prematuro realmente nos mata.
De encontrarte en esta improbable situación, se calcula que una persona normal y saludable pueda tener de 10 minutos a una hora, o de seis a 36 horas, dependiendo de las variables de cada cuerpo humano, antes de que ese ataúd se convierte en una tumba de verdad.
En cualquier caso, los científicos no se ponen de acuerdo en los tiempos exactos, aunque una cosa es segura: no sería mucho. Todo se reduce a la cantidad de aire disponible en el propio ataúd. Cuanto más pequeño seas, más tiempo sobrevivirás, principalmente porque ocupas menos espacio, lo que significa más espacio para el oxígeno.
El momento en que tu suministro de oxígeno se va, ha llegado tu hora. Y no importa demasiado que hayas sido un gran deportista, los nadadores o corredores de maratón con excelente capacidad pulmonar pueden ganar un minuto extra al contener la respiración.
Según le contaba a Popsci el profesor de la Universidad de Chicago, Alan R. Leff, “no hay nada que alguien enterrado vivo pueda hacer. Una vez que estás allí, estás ahí”. El profesor se basaba en datos objetivos: el ataúd está probablemente bien sellado, y eso sin mencionar que está enterrado unos metros bajo tierra.
Leff explicaba que incluso si pudieras salir del ataúd sin agotar tu suministro de aire primero, te encontrarías en una situación similar a ser enterrado en un mega derrumbe o avalancha. La tierra sería tan densa y pesada que tu pecho no podría expandirse, y caería en tu boca o fosas nasales, lo que probablemente acabaría obstruyendo las vías respiratorias.
Sin embargo, y según el profesor, hay un momento donde la aterradora situación se tornaría a un “dulce” sueño. Y es que a medida que el dióxido de carbono se acumula, te dará sueño y normalmente caerás en coma antes de que tu corazón se detenga y el resto de tu cuerpo le siga. “Es posible que sientas la asfixia y, obviamente, sería aterrador”, dice Leff, “pero al menos no estarías consciente durante esos últimos momentos”.
Por cierto, el truco para ralentizar el proceso de asfixia es tomar respiraciones lentas y poco profundas, algo que no será fácil una vez que comiences a sentir pánico. Conservar el aire que no has desplazado con tu cuerpo es clave. En promedio, el volumen de una persona es de 66 litros, y el ataúd promedio tiene capacidad para 886 litros: el resto de 820 litros de aire, 164 litros de los cuales es oxígeno, es tu ración.
Como decía el estadista Felipe Stanhope de Chesterfiels, “todo lo que deseo para mi propio entierro es que no me entierren vivo”. [Wikipedia, Popsci, Ranker]