“Cómete las verduras. No quiero. Vale, hasta que no te las termines no vas a dejar la mesa”. Se trata de una de esas escenas comunes en los hogares cuando los padres tratan de forzar una buena nutrición para sus hijos pero, ¿no sería más fácil dejar que los niños coman lo que quieran?
Nadie lo va a decir públicamente, pero más de uno habrá pensado si no sería la mejor idea. Incluso algunos padres puede que pensasen que les suena que alguien llevó a cabo un experimento similar, uno que demostraba que si a los niños se les permite comer lo que quieran, ellos son capaces de llevar una dieta equilibrada.
Y estarían en lo cierto. Ese doctor existió, y se trataba de la doctora Clara Davis. Eso sí, a pesar de los rumores o las leyendas urbanas que te hayan contado sobre el trabajo, para lo que dio fue para crear un enorme debate.
Deja que los niños elijan su comida
El estudio de Davis tuvo lugar en 1928 y fue una versión culinaria del experimento del lenguaje que realizó el faraón Psammetichus I, quién había esperado descubrir el lenguaje natural de los seres humanos observando a los niños que nunca habían oído a otros hablar.
De manera similar, Davis esperaba descubrir la dieta natural de la humanidad observando a los niños que nunca habían sido alimentados con comida sólida antes, y que por lo tanto estaban libres de los gustos y hábitos de los adultos. La doctora se preguntó: ¿preferirían una dieta carnívora, vegetariana u omnívora? O quizá más importante, ¿serían sus cuerpos capaces de hacerles desear los alimentos que satisfacían sus necesidades nutricionales de forma que les proporcionaran una dieta balanceada?
Para ello, Davis utilizó como sujetos a tres bebés que acababan de dejar de tomar el pecho de la madre, todos entre siete y nueve meses de edad en el Hospital de Cleveland. La doctora consiguió que los niños Donald, Earl y Abraham comieran solos, lejos del resto de los bebés.
Al comienzo de cada comida una enfermera colocaba una bandeja delante del niño. En la bandeja había platos que contenían diferentes alimentos tales como carne de res, coliflor, huevos, manzanas, plátanos, zanahorias, harina de avena y similares. Los niños eran totalmente libres de comer aquello que quisieran de la bandeja y en la cantidad que quisieran. Las enfermeras tenían las instrucciones específicas sobre cómo debería discurrir la alimentación de los críos. Tal y como anotó Davis:
La comida no se ofrecerá al niño ni directamente ni por sugestión. Las enfermeras deben sentarse tranquilamente, con una cuchara en la mano, y no hacer movimiento alguno. Cuando, y sólo cuando el niño la alcance o señale un plato, entonces pueden darle una cucharada y tan sólo si abrió la boca para ello. Las enfermeras no pueden comentar sobre lo que tomaron o no tomaron.
Tampoco pueden atraer la atención de los niños hacia cualquier alimento. Los niños pueden comer con los dedos o de cualquier manera que quieran sin comentar o corregir sus modales. La bandeja debe quitarse cuando definitivamente hayan dejado de comer, lo cual será generalmente después de veinte a veinticinco minutos.
¿Qué ocurrió? Inicialmente los niños no mostraron grandes modales. Al contrario, empujaban su mano o la cara en los platos. También tiraban la comida al suelo con frecuencia y cuando probaban la comida que no les gustaba, salpicaban y escupían.
Pero poco después los niños descubrieron la rutina. Al igual que los príncipes, descubrieron que simplemente debían señalar a un plato con los dedos y abrir la boca con expectación esperando a que la comida llegara.
Dos de los niños permanecieron en la dieta durante seis meses, el tercero durante un año. Tras este último período, la doctora se dispuso a examinar sus datos e intentar sacar algunas conclusiones del estudio.
Lo primero que encontró es que era posible discernir cualquier preferencia dietética innata más allá de observar que los humanos son definitivamente omnívoros. Al principio los niños probaron platos al azar, pero pronto desarrollaron un hábito por aquellos favoritos que buscaban sin importar dónde se colocaran los platos en la bandeja.
Sin embargo, sus favoritos cambiaron de forma impredecible cada pocas semanas. Según explicaron las enfermeras, a Donald le dio por el huevo una semana, pero a la siguiente pasaba a la carne o a los cereales. Los otros actuaban igual. La leche, frutas y cereales eran, en volumen, los alimentos que los niños eligieron con mayor asiduidad. Los niños escogían menos el producto ósea, los órganos glandulares y en general, el pescado.
Entonces llegaba el momento de formular la gran pregunta; ¿estaban tomando los niños decisiones sensatas que les proveían de sus necesidades dietéticas? En este punto debemos señalar que Davis realizó su experimento antes de que los científicos tuvieran un claro entendimiento del papel que las vitaminas desempeñan en la salud de nuestros cuerpos. Así que desde una perspectiva moderna, su análisis parece menos riguroso.
Básicamente, Davis observó a los bebés y posteriormente los pesó. Al ver que aparentemente estaban sanos y habían ganado peso, supuso que estaban bien alimentados y concluyó en su trabajo que los niños habían realizado un gran trabajo manejando sus necesidades dietéticas.
También señaló que los niños habían sufrido una serie de enfermedades durante el curso del experimento (gripes, tos y varicela), pero en ningún momento consideró que esto fuera significativo. Y tal vez no lo era, sobre todo dado el número de gérmenes a los que estaban expuestos los niños en el hospital en aquella época.
La doctora concluyó que su experimento fue todo un éxito, aunque admitió que no era una invitación a que aquello se convirtiera en una nueva guía de salud para los comedores de los colegios y guarderías. Y es que como sus críticos suelen señalar a menudo (y como ella misma llegó a reconocer), había un truco en su experimento. Los niños nunca tuvieron opciones malsanas.
La doctora había dado a los niños ni un solo producto enlatado, seco o procesado, no les había ofrecido jamás un sándwich con mantequilla, un helado, leche, chocolate, ni siquiera queso. En otras palabras, no existió en todo el experimento un intento de seducción hacia lo “sabroso” pero insalubre. Por tanto, Davis había apilado la baraja a su favor. Mientras los niños consumieran suficiente comida, las probabilidades de que obtuviera una dieta equilibrada eran más que altas.
Así que si eres un padre o una madre y quieres probar a tus hijos con la dieta “come lo que te de la gana” de la doctora Davis, siéntete libre. Probablemente no le harás ningún daño. Eso sí, como hizo la profesora, el primer paso es eliminar toda esa comida “pecaminosa”, aquella que nos hace felices en muchas ocasiones: las patatas fritas, la pizza, las hamburguesas, las bebidas gaseosas… todas deben salir.
Sólo entonces ya estás preparado para sentarte a mirar a los ojos a tu hijo. A ese momento en el que está a punto de engullir unas deliciosas espinacas, unas zanahorias crudas, una coliflor… y entonces, es posible que no pase ni cinco segundos antes de escuchar el llanto. Quizás también, en ese momento concluyas que es más fácil quedarse con la pizza y obligar a los pequeños a comer vegetales de vez en cuando.