¿Serías capaz de torturar a alguien sin motivo? Estas mil personas pensaron como tú y se equivocaron

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Verano de 1961. Un tipo llamado Bryan Smith entra en la Universidad de Yale en New Haven, Connecticut. Smith no tenía ni la menor idea de que pasada una hora iba a ser el responsable de torturar a una persona sin razón alguna.

Bryan, funcionario de 47 años, estaba en el centro respondiendo a la llamada de un anuncio en el periódico local:

Pagaremos a quinientos hombres de New Haven para que nos ayuden a completar un estudio científico sobre la memoria y el aprendizaje.

Dicho pago, por aproximadamente una hora, fue de cuatro dólares (más 50 centavos de viaje). Smith había enviado el formulario de solicitud a la dirección que figuraba en el anuncio. Unos días más tarde, recibió una llamada telefónica donde se le invitaba a participar.

Lo que siguió fue uno de los experimentos más controvertidos en la historia de la psicología. Nunca existirá consenso. Algunos consideran que se trata del experimento más importante que se haya realizado sobre el comportamiento humano, mientras que otros piensan que nunca se debería haber permitido seguir adelante.

Sea como fuere, en muy poco tiempo pasó a ser conocido simplemente como el “Experimento de Milgram” después de que el profesor de 27 años, Stanley Milgram, lo diseñara tras meses de estudio.

Ha pasado mucho tiempo, pero incluso hoy es tan conocido que se suele cita con cierta regularidad en todo tipo de reportajes y estudios sobre, por ejemplo, el genocidio en Ruanda, los casos de tortura en Irak, o el mismísimo nazismo, del que como veremos, sirvió de germen del propio estudio.

Preparando el experimento

Cuando Smith entró en el laboratorio lo recibió la persona que conducía el experimento, un joven con bata gris, y se presentó al segundo participante que había llegado antes que él: Jack Hill, un contable de 50 años de West Haven.

El tipo de la bata comenzó explicando el propósito del experimento a los participantes:

Lo he diseñado para medir los efectos del castigo en el éxito del aprendizaje. Para lograr esto, uno de ustedes tiene que interpretar al profesor y el otro al alumno.

Así fue como logró que Smith y Hill sortearan para determinar qué papel desempeñaría cada uno. Sin embargo, lo que Smith no sabía era que el empate estaba amañado: en ambos papeles había escrito un “profesor”. De hecho, Hill era un actor que se hacía pasar por el segundo participante de la prueba.

Para el experimento que Milgram quería llevar a cabo era esencial que el participante involuntario, Smith, interpretara el papel de profesor.

Milgram llevó a Hill a una habitación lateral, espacio donde lo ató a una silla que se parecía mucho a una eléctrica. A su muñeca izquierda conectó un electrodo que, explicó a Smith, “está conectado a un generador en la sala principal”. Hill tenía la suficiente libertad de movimiento con su mano derecha como para permitir que sus dedos alcanzaran un dispositivo en la mesa que tenía cuatro botones.

Cuando Hill le preguntó a Milgram delante de Smith lo fuertes que serían las descargas eléctricas, se le dijo que aunque serían “extremadamente dolorosas”, no causarían “daños permanentes en los tejidos”.

De vuelta a la sala principal, Milgram le explicó a Bryan lo que se pedía de él en el experimento. Usando un sistema de intercomunicación, le leía a Hill, en la habitación contigua, un par de palabras, por ejemplo ‘caja azul’, ‘buen día’, ‘pato salvaje’…. Luego, en un segundo análisis, Smith solo daría una palabra de cada par.

La tarea de Hill consistía en recordar la otra palabra en cada caso. De esta forma, cuando Smith decía ‘azul’ y luego le daba a Hill cuatro opciones: ‘día’, ‘caja’, ‘cielo’ y ‘pato’, debía elegir la correcta presionando uno de los botones.

Si Hill presionaba el botón correcto, Smith debía continuar con la siguiente palabra en la lista.

Sin embargo, si se equivocaba debía castigarlo dándole una descarga eléctrica.

El experimento

El primer error le costaría una descarga de 15 voltios, el segundo 30 voltios, el tercero 45 voltios… hasta una corriente máxima de 450 voltios.

Para administrar los choques, Smith tenía un dispositivo frente a él que estaba equipado con una fila completa de interruptores y una placa de serie que decía:

Generador de choques, tipo ZLB, Dyson Instrument Company, Waltham, Massachusetts, salida 15 voltios -450 voltios

Lo cierto es que Milgram tuvo la idea del experimento un año antes, en 1960, cuando todavía era estudiante en la Universidad de Princeton en Nueva Jersey. Su tutor en el centro, el psicólogo Solomon Asch, demostró a través de otro experimento que más tarde se hizo extremadamente conocido la enorme presión que un grupo puede ejercer sobre un individuo.

En aquel experimento de Asch los participantes dieron respuestas que sabían que debían estar equivocadas en un juego de adivinanzas solo para estar en línea con el resto del grupo.

Milgram estaba dispuesto a seguir dicho experimento, aunque probando el efecto de la presión del grupo en una situación menos inocua, más al límite. El hombre se preguntó: ¿Se podría inducir a un participante de la prueba a que cause dolor a otra persona sin ninguna razón aparente?

El profesor realizó algunas pruebas preliminares para averiguar lo lejos que irían los participantes en ausencia de la presión del grupo. Lo que surgió de estas pruebas fue que no había absolutamente ninguna necesidad de un grupo: una sola persona lo haría.

Por supuesto, Smith no sabía nada de todo esto cuando le dio a Hill una descarga de 15 voltios después de su primer error. Hill cometió más errores y Smith aumentó el voltaje de manera constante, a una media de 15 voltios cada vez, tal como se le había indicado antes del experimento.

Tras la descarga de 120 voltios, Hill le dijo al tipo de la bata a través del intercomunicador que las descargas se estaban volviendo dolorosas. A 150 voltios, gritó con todas sus fuerzas:

Por favor, ¡sáquenme de aquí, no soporto el dolor! ¡No quiero seguir en este experimento! ¡Me niego a seguir!

A 180 voltios:

¡No puedo más, no soporto el dolor!

Cuando la corriente alcanzó los 270 voltios, el sonido de la voz desgarradora de Hill se escuchaba sin necesidad del intercomunicador. El hombre gritaba de dolor y dijo que no respondería a más preguntas.

En ese instante, Smith giró la cabeza y se dirigió al evaluador de la prueba, quien simplemente dijo “Por favor, continúe”, dándole instrucciones para que tratara la falta de respuesta de Hill como si fuera una equivocada y castigar al estudiante con una nueva descarga.

Smith no sabía qué hacer, se movía de forma nerviosa en su silla e incluso soltó alguna risa, y sin embargo, continuó con el plan establecido. Hill ahora se negaba a dar más respuestas y se limitaba a chillar con fuerza en cada descarga eléctrica.

En un momento dado, Smith se dirigió al hombre de la bata una vez más y le preguntó:

¿De verdad tengo que seguir estas instrucciones literalmente?

El hombre le respondió: “El experimento requiere que continúes”. Y Smith continuó. Cuando llegó a los 330 voltios, Hill se quedó en silencio. Smith dudó, e incluso llegó a hacerle una oferta a medias para intercambiar lugares con el pobre hombre antes de continuar con las descargas. El tipo de la bata se negó explicando que el experimento debía continuar de la misma forma.

Debajo del interruptor basculante que iba a enviar 375 voltios había una señal de advertencia que decía “Peligro: descarga extremadamente grave”. Sin embargo, Smith continuó hasta el último interruptor que enviaba 450 voltios.

Si has llegado hasta aquí es posible que te preguntes si Smith no sería, desafortunadamente, un tipo al que le faltaba un tornillo que vino a caer en el maldito experimento.

Lo cierto es que él no fue la única persona que aplicó descargas eléctricas potencialmente fatales en el verano de 1961 solo porque un experimentador le ordenaba hacerlo.

Existieron muchos más, como el soldador Steven Reeve, el estudiante Stefan Green, la profesora Martha Lots o la desempleada Elizabeth Perths, y todos llegaron hasta el temible final. Fueron un total de más de 1.000 sujetos de prueba quienes participaron en el experimento de Milgram en sus diferentes formas.

Dos tercios de ellos llegaron a entregar una descarga de 450 voltios.

Por cierto, Milgram se equivocó con los resultado que esperaba; de hecho, todo el mundo lo hizo. En conferencias posteriores, el hombre describió las bases del experimento con todo lujo de detalles y luego preguntaba a la audiencia cuál pensaban que sería el resultado.

Ninguno de los psicólogos o los asistentes llegaron a predecir lo dispuestas que estaban las personas a seguir a ciegas las órdenes. La mayoría estimó que nadie sería capaz de ir más allá de los 150 voltios.

Resultados

Milgram sabía que su experimento era sensacional, o quizás la palabra más certera sea “rompedor”, pero desde un punto de vista científico tenía un grave problema: no resolvía una sola cuestión ni confirmaba una sola teoría.

Las revistas de psicología rechazaron publicarlo dos veces. Tan solo cuando Milgram, en un tercer intento, describió varias versiones diferentes del experimento y las comparó entre sí, su trabajo apareció finalmente impreso bajo el título de “Estudio de la conducta de la obediencia” en el Journal of Abnormal and Social Psychology en 1963.

El profesor realizó el experimento en aproximadamente 20 variaciones diferentes. En una de ellas, un estudiante se quejó de que tenía el corazón débil, mientras que en otra, el experimento se llevó a cabo en un edificio de oficinas del campus de la universidad. A veces, las mujeres eran las que enviaban las descargas eléctricas. Y sin embargo, y aunque se modificó en numerosas ocasiones, el resultado siguió siendo el mismo: más de la mitad de los sujetos de prueba llegaban a la descarga máxima.

En otras versiones del experimento, el estudiante estaba en la misma sala que el sujeto de prueba del “profesor”. En estos casos el grado de cumplimiento disminuyó notablemente, e incluso fue sorprendente que cuando el experimentador ordenaba al sujeto de la prueba que presionara personalmente la mano del estudiante sobre la placa metálica que transmitía la corriente, un tercio de ellos seguía llegando hasta la marca de los 450 voltios.

La proximidad física a la víctima parecía jugar un papel importante, aunque un factor más significativo era la presencia del evaluador. Cuando el experimento cambió a dar los avisos por teléfono, solo uno de cada cinco sujetos cumplió.

¿Somos realmente malos?

Tan pronto como Milgram publicó sus experimentos, se hicieron públicos en todo el mundo. Los periódicos recogieron la historia y cada uno interpretó a su manera los resultados. La pregunta candente era si las personas en la vida real actuaban de la misma manera que los sujetos de prueba aparentemente intimidados.

Ha pasado más de medio siglo desde entonces, y diríamos que sigue sin existir un consenso sobre ello. El propio Milgram relacionó constantemente el experimento con las atrocidades nazis en la Segunda Guerra Mundial. Desde el mismo momento en que el terrible conflicto terminó, el mundo había buscado formas de explicar el Holocausto.

Milgram estaba convencido de que una más que posible explicación era precisamente la propensión a seguir órdenes inherentes a todos nosotros.

Curiosamente, la publicación de su estudio coincidió con los informes de la filósofa Hannah Arendt sobre el juicio en Jerusalén del criminal de guerra nazi, Adolf Eichmann. En los artículos que escribió para la revista New Yorker, Arendt presentó el concepto de la “banalidad del mal”. La mujer afirmaba que Eichmann no era “el monstruo sádico que la fiscalía trató de pintar, sino un burócrata sin imaginación que simplemente había estado cumpliendo con su deber”.

Sus palabras coincidían perfectamente con los hallazgos del experimento de Milgram. Sus participantes en el examen no fueron especialmente agresivos ni obtuvieron ningún placer al administrar descargas eléctricas a los estudiantes.

Todo lo contrario, de hecho: muchos de ellos estaban ansiosos, comenzaron a sudar o discutían con aquel hombre en bata que hacía de dios. Sin embargo, muy pocos fueron lo suficientemente fuertes como para limitar el experimento. Estaba claro que la gente consideraba la desobediencia como un acto tan radical que preferirían deshacerse de sus convicciones morales más fundamentales.

Milgram concluyó que la clave del comportamiento de los sujetos no reside en la ira o la agresión reprimidas, “sino en la naturaleza de su relación con la autoridad”.

Para el mes de septiembre de 1961, poco después de que empezaran a surgir los resultados impactantes de su estudio, Milgram escribió una carta al organismo que lo financiaba, la National Science Foundation, en la que expresó lo siguiente:

Una vez me pregunté si en todo Estados Unidos habría un gobierno vicioso que podría encontrar la suficiente moral para ello. Imbéciles para cumplir con los requisitos del personal de un sistema nacional de campos de exterminio, del tipo que se mantuvo en Alemania. Ahora estoy empezando a pensar que esta posibilidad al completo podría ser reclutada en New Haven.

La vinculación de Milgram y su experimento con el Holocausto lo convirtió en una figura controvertida, pero mucho más perjudicial fue la crítica de que su experimento había sido poco ético, en concreto, la cuestión que aludía a la cantidad de estrés a la que debía someterse un participante en la prueba.

Algunos de sus colegas pensaron que había ido demasiado lejos, y aunque el propio Milgram había anticipado que se le iban a llegar críticas por todos lados, se sintió profundamente decepcionado de que no se le diera crédito alguno a la atención con la que había diseñado el experimento.

Lo cierto es que al final de los mismos, todos de una hora de duración, se traía al estudiante de la habitación de al lado y se le decía al sujeto de la prueba que, de hecho, no había recibido ninguna descarga eléctrica.

En un estudio de seguimiento posterior, el profesor llegó a entrevistar a todos los que habían participado sobre su actitud con respecto a su participación. Menos del 2% dijo que deseaban no haberse involucrado nunca en el estudio.

No obstante, en la actualidad no habría posibilidad de repetir el experimento bajo los mismos parámetros: el furor que surgió durante la prueba de Milgram determinó una serie de pautas éticas estrictas sobre la admisión de los experimentos impuestos en todas las universidades.

Hoy, muy pocos de los que participaron directamente están dispuestos o son capaces de explicar lo que sucedió durante el experimento. De los más de 1.000 “voluntarios”, los que aún están vivos son reacios a hablar de ello. En parte porque los datos de Milgram, traducidos de forma anónima, se almacenan en archivos de índice en la biblioteca de Yale.

Todos los nombres de los participantes que surgen en relación con los experimentos se han cambiado, incluso los de este artículo.

Uno de los pocos testigos contemporáneos fue el asistente de investigación de Milgram, Alan Elms, luego profesor de psicología en la Universidad de California. El hombre ha explicado en varias ocasiones que muchas personas todavía reaccionan con una mezcla de fascinación y repugnancia cuando descubren que estuvieron involucrados en el experimento.

Bueno, el propio Milgram pagó un alto precio por, quizás, revelar a la humanidad una verdad desagradable sobre lo que somos, o podemos llegar a ser.

Con los años fue nombrado profesor asistente en la Universidad de Harvard, pero nunca pudo obtener un puesto permanente en el centro. En 1967 se trasladó a la menos prestigiosa City University de Nueva York, lugar donde murió de insuficiencia cardíaca en 1984, con 51 años.

Poco antes de su muerte, su esposa se convirtió en abuela por primera vez. La mujer le dijo a un periodista que el segundo nombre de su nieto era Stanley. Cuando el periodista le preguntó por qué ese no era el primer nombre del niño, ella respondió: “Creo que sería una carga ir por la vida con el nombre de Stanley Milgram”.

[Journal of Abnormal and Social Psychology, Wikipedia, New Yorker, Case Studies and the Dissemination of Knowledge, The Atlantic]