En contra de los pronósticos iniciales, el huracán Irma no pasó directamente por encima de Miami; pero la ciudad más poblada de Florida sufrió fuertes ráfagas de viento que causaron apagones, inundaciones y algunos destrozos. Otro efecto inesperado fueron los mareos de quienes decidieron no evacuar sus rascacielos.
Nos situamos en Brickell, el distrito financiero de Miami. Las imágenes que llegan de aquel día parecen sacadas de una película de ciencia ficción. Las calles se convirtieron en ríos, dos enormes grúas colapsaron sobre sendos edificios en construcción y los lujosos rascacielos que dan a la bahía empezaron a oscilar en medio de las intensas ráfagas que arrastraba el huracán de categoría 4.
Juanje Gómez, un diseñador y desarrollador web que trabaja para Univision, no había notado nunca el movimiento de su edificio. “Nosotros vivimos en una planta 21, en primera línea frente a la bahía”, explica. “El edificio tiene 23 plantas, por lo que estamos casi arriba del todo. El domingo por la mañana me despertó el ruido del suelo crujiendo. Pensé que había alguien caminando en la habitación, pero era el balanceo del edificio que hacía crujir el suelo de madera”.
“Los ventanales vibraban mucho y se sentía cómo el edificio oscilaba por el viento”, añade Ronny Rojas. El periodista de Univision Noticias grabó el escalofriante ruido que hacía su casa con el vaivén del edificio y subió el video a Twitter. Desde su ventana podía ver la avenida principal del centro financiero inundada y algunos botes que habían sido arrastrados a tierra por el mar.
Cononut Grove, Brickell y Downtown Miami, los tres barrios más al sur del litoral de Miami, fueron las zonas más afectadas por las inundaciones. Uno pensaría que una inundación no es problema cuando te refugias en un piso 21, pero el agua que invadía las calles y el balanceo incesante de su edificio le dieron a Juanje Gómez la nauseabunda sensación de encontrarse en un barco.
“Durante el día, trabajando con el portátil, sentía que me mareaba”, comenta. “Yo me suelo marear en un coche si intento leer en él, y era la misma sensación”. Juanje nos envió este video de su bañera para ilustrar el movimiento de su edificio. “Teníamos la bañera llena de agua para contar con ella en caso de emergencia —dice— y se movía como si la estuviesen balanceando. También la lámpara se movía de un lado a otro, como se ve en los videos de terremotos”.
Como Juanje, las personas que decidieron quedarse en Brickell no contaron con el efecto del viento sobre los rascacielos. Se sentían seguros en sus apartamentos (todo lo seguro que puede sentirse uno cuando escucha un rascacielos crujir), pero acabaron mareados por el balanceo del edificio.
Los rascacielos tienen una enorme tolerancia al balanceo. Podrían oscilar mucho más de lo permitido y seguirían siendo perfectamente estables y estructuralmente firmes, pero están diseñados precisamente para que las personas no notemos el balanceo. El cuerpo humano no tolera el movimiento rítmico: nos pone enfermo, nos hace perder la concentración y nos da miedo. De hecho, muchas personas creen que los edificios no deberían moverse nunca.
La realidad, claro, es justo la contraria. Todos los edificios se mueven: desde las pirámides de Egipto hasta el Pentágono. Tal vez solo a una escala minúscula y durante las tormentas mas severas, pero todo sistema material y estructural debe deformarse bajo su carga. Nada puede ser infinitamente rígido. Por suerte, los seres humanos somos receptores terriblemente malos de ese movimiento.
No fue hasta que empezamos a construir más alto, más estrecho y más ligero que los edificios superaron el umbral de la percepción humana. Los arquitectos de los años 30 ya lo sabían. En un número de 1938 de la revista Popular Science Monthly, el ingeniero David Cushman Coyle aparece inclinado sobre un enorme cachivache de invención propia bajo el titular “Una nueva máquina demuestra que los rascacielos tiritan con el viento”. Coyle había subido a la cima de los rascacielos más altos de Nueva York para medir el movimiento que hacía que la gente sufriera náuseas, algo que llamaban la “enfermedad del cielo”. El ingeniero advirtió a sus colegas que la estructura de un edificio debía ser lo suficientemente rígida como para mantener la vibración causada por el viento “dentro de los límites que inspiran confianza a los ocupantes del edificio”.
Tras levantar los edificios Chrysler y Empire State, los ingenieros entendieron que no era suficiente con diseñar la integridad estructural de los rascacielos: tenían que construir en base a la confianza humana. Lo que no sabían entonces (y todavía están aprendiendo) es dónde están los límites de esa confianza.
Los rascacielos empiezan a oscilar cuando las vibraciones causadas por los vórtices de viento entran en armonía con la frecuencia natural del edificio. Una analogía popular entre los ingenieros es la imagen de un niño pequeño en un columpio: el niño estira las piernas para llegar más alto; si lo hace al ritmo adecuado, el columpio se eleva cada vez más. Puede que le tome algún tiempo conseguirlo, pero una vez que lo hace, necesita poco esfuerzo para mantener el balanceo. Así es como un rascacielos de acero y hormigón de 500.000 toneladas llega a balancearse a un lado y a otro durante periodos más prolongados.
Un edificio de cuarenta pisos puede oscilar 30 centímetros a la izquierda y 30 centímetros a la derecha con un periodo de cuatro segundos. Un edificio de 100 pisos puede moverse hasta un metro a cada lado con un periodo de 10 segundos. Cuanto más alto sea el edificio, más largo su periodo de movimiento cíclico. Pero, como decíamos, los humanos somos terribles perceptores de la velocidad, y en un rascacielos no somos muy distintos a una mosca sobre un elefante.
Lo que sí podemos sentir es la aceleración. La aceleración es lo que hace que perdamos el equilibrio en un autobús o un vagón de metro. Y la aceleración, en el último piso de un edificio residencial durante una tormenta, es del orden de las dieciocho milésimas partes de 1 g (o las veinticinco milésimas partes de 1 g para un edificio de oficinas azotado por un huracán). No suena muy alarmante.
Nuestra percepción del movimiento es una mezcla de psicología (¿realmente sentimos el edificio moverse o vimos la lámpara balancearse?) y fisiología. A principios de los años sesenta, un ingeniero británico llamado E. G. Walsh confirmó por primera vez que nuestra capacidad de detectar el movimiento deriva del aparato vestibular de nuestro oído interno. En experimentos llevados a cabo en una escuela para niños sordos, se pidió a los niños que se acostaran en una camilla suspendida entre cuatro alambres, que poco a poco se balanceó hacia adelante y hacia atrás. En comparación con otros sujetos, los niños con un aparato vestibular dañado percibieron únicamente los movimientos más fuertes.
Hoy en día, los investigadores creen que las personas más sensibles pueden sentir el movimiento de los edificios con aceleraciones de tres a cuatro mili-g. El malestar comienza a notarse entre los 10 y los 20 mili-g. Y es cuando percibimos ese movimiento hacia adelante y hacia atrás, en periodos de entre tres y seis segundos, que nos volvemos particularmente susceptibles a las náuseas.