Pocas cosas pueden resultar más claustrofóbicas que la idea de enterrarnos y mantenernos durante un prolongado espacio de tiempo en la oscuridad de un espacio cerrado. A Michel Siffre nadie le obligaría a ello. Este espeleólogo se sometió a sí mismo a dos meses de completo aislamiento bajo una cueva subterránea. Una aventura que dio comienzo a principios de los 60 con la que se consiguieron grandes avances en el estudio del sueño. Así empezó todo.
Es imposible hablar de la figura de Siffre sin mencionar al hombre que comenzaría este tipo de estudios. Si durante siglos han sido muchos los científicos y médicos que han dedicado su vida al estudio del sueño, Nathaniel Kleitman fue un paso más allá. Junto a su ayudante y alumno Bruce Richardson, el investigador salía el 6 de julio de 1938 de pasar 32 días en una cueva en Kentucky. Privados de señales ambientales, habían tratado de cambiar a un ciclo de sueño de 28 horas. Un primer avance que desgraciadamente para Kleitman tuvo unos resultados no concluyentes.
Tras esa primera incursión de Kleitman hacia el estudio de los ciclos de sueño engullido en la masa del planeta, más de dos décadas después llegaría la aventura del explorador francés.
Siffre: estudiando el aislamiento extremo
Michel Siffre nacía el 3 de enero de 1939 en Niza. El explorador, aventurero y científico contaba que con tan sólo 10 años de edad descubrió esa pasión por la espeleología tras explorar el Imperial Cave Park. Pasó su juventud interesado en la carrera espacial y por ello decidió que si no iba al espacio, intentaría contribuir de alguna forma a la propia carrera espacial.
¿Qué hizo? El hombre pensó que la mejor manera de ayudar era creando situaciones a las que se podrían enfrentar los astronautas, situaciones como por ejemplo la posibilidad de acabar en algún tipo de cueva profunda. De hecho parte de sus primeras ideas ya se basaban en la realidad de un astronauta, confinado a pasar meses en pequeños espacios. Así comenzarían sus primeros experimentos. Y sí, mientras que para algunos el aislamiento puede ser un castigo, para Siffre se convirtió en el camino para el descubrimiento científico.
La primera de las grandes investigaciones llegaría a comienzos de la década de los 60, con la carrera espacial en ebullición y en el momento en el que la comunidad científica aprendía y estudiaba sobre cómo viajar al espacio y cómo mejorar ese viaje a los astronautas. Estos estudios llevaron a una serie de planteamientos y preguntas sobre dichas condiciones:
- ¿Podrían las personas hacer frente a un aislamiento extremo en un espacio confinado?
- Dando por válida la cuestión anterior, ¿qué pasaría con nuestros ciclos de sueño si no hay Sol?
No había respuesta clara, así que Michel Siffre a la edad de 23 años decide ofrecer las respuestas a la comunidad experimentando él mismo tal situación. Pasó dos meses viviendo en un aislamiento total, enterrado a más de 100 metros de profundidad en un glaciar subterráneo en los Alpes (cerca de Niza).
El astronauta en la cueva
Se trataba de un glaciar que había descubierto un año antes tras una expedición biológica. Siffre había pasado 15 días allí en el momento del descubrimiento, por lo que pensó que sería el lugar idóneo para poner en práctica el experimento. Un espacio confinado donde no tendría reloj alguno ni luz del día para marcar el tiempo. Dentro de la cueva las temperaturas serían bajo cero, con un 98% de humedad y una temperatura corporal por debajo de los 34 grados. Dicho de otra forma, allí se encontró con mucho frío y humedad máxima. Según explicaría años después:
Tenía un equipo en el interior de la cueva francamente malo, y todo en un pequeño espacio. Mis pies estaban siempre mojados, y mi temperatura corporal por debajo de los 34 grados. Mis pasatiempos pasaban por leer, escribir y llevar a cabo la investigación en la cueva. También pasé mucho tiempo pensando en mi futuro. Además, había dos pruebas que realizaba cada vez que llamaba a la superficie. En primer lugar, me tomaba el pulso. En segundo lugar, me hacía un examen psicológico. Tenía que contar del 1 al 120, a razón de un dígito por segundo. Con esa prueba hicimos un gran descubrimiento: me tomó cinco minutos para contar hasta 120. En otras palabras, psicológicamente había experimentado cinco minutos reales como si fueran dos.
Precisamente el paso del tiempo en ausencia de un reloj fue una de las situaciones más extrañas y perturbadoras. El geólogo llevó a cabo un protocolo científico situando a un equipo a la entrada de la cueva. De esta forma y cada vez que se despertaba, cada vez que comía y justo antes de dormir, Siffre les llamaba para que midiesen los tiempos (aunque el equipo no podía responderle por orden del mismo Sifre). Sin saberlo había creado un campo de cronobiología humano. Y es que mucho antes, en 1922, se había descubierto que las ratas tenían un reloj biológico interno. El experimento de Siffre demostraba que, como los mamíferos inferiores, nosotros también tenemos un reloj biológico.
En el interior de la cueva sufrió hipotermia y tuvo que lidiar con temperaturas extremas, sin embargo y como narraría de sus experiencias, jamás en los 63 días bajo tierra tuvo problemas para lidiar con la realidad. Únicamente recuerda una vez en la que pensó en la locura. Cuando llegó el 14 de septiembre, fecha señalada para su salida de la cueva, Siffre sintió por primera vez cómo había perdido la noción del tiempo:
Descendí a la cueva el 16 de julio y estaba planeado terminar el experimento el 14 de septiembre. Cuando mi equipo en la superficie me notificó que el día había llegado por fin, pensé que sólo era el 20 de agosto y creía que todavía tenía un mes para salir de la cueva. Mi tiempo psicológico se había comprimido por dos.
Si bien su mente se había “perdido”, su cuerpo se mantuvo estable. La razón se debe a ese protocolo que mantuvo con su equipo en el exterior cada vez que despertaba, comía o iba a dormir. Como resultado había mantenido sin querer ciclos regulares de sueño y vigilia. Un buen día para el geólogo duraba poco más de 24 horas.
Tras la experiencia y los hallazgos encontrados, Siffre continuaría llevando a cabo pruebas similares hasta 1972. Más de un centenar de pruebas durante diez años aislado en búnkeres subterráneos artificiales, aunque tras el primer experimento, todos serían de menos de un mes.
Llegados a 1972, Siffre lleva a cabo el mayor de los retos hasta entonces. Decide descender a una cueva en Texas para permanecer en su interior seis meses. Un experimento patrocinado por la NASA que también variaba en cuanto a las condiciones extremas de su primer viaje a las profundidades (en 1962). Ahora se trataba de una cueva cálida y hasta cierto punto con lujos, donde la mayor de las incomodidades eran una serie de electrodos colocados en la cabeza destinados a vigilar su corazón, cerebro y actividad muscular.
Con el paso de las semanas se acostumbró a ello. Pasaba el día con pruebas o explorando la cueva. Sin embargo en el día 79 de su aislamiento su cordura comenzó a quebrarse. Todo indicaba que llegaba un principio de depresión, especialmente tras romperse el tocadiscos y cuando el moho comenzó a estropear sus libros, revistas y material científico. Al poco tiempo, comenzó a pensar en el suicidio, un espacio del confinamiento donde su único “amigo” y compañía fue un ratón que aparecía de vez en cuando para hurgar en sus suministros. Siffre lo acabaría matando por accidente. En el momento en el que el experimento estaba llegando a su fin, una tormenta eléctrica acaba en una descarga sobre el explorador a través de los electrodos en la cabeza.
Al acabar la prueba esta volvía a arrojar resultados interesantes. Durante el primer mes había mostrado ciclos regulares de sueño-vigilia de poco más de 24 horas. Tras este tiempo, los ciclos comenzaron a variar al azar entre 18 y 52 horas. Se trataba del “sueño” de Siffre desde muy pequeño, un hallazgo importante que impulsó el interés en las formas de inducir los ciclos de sueño-vigilia más largos en los seres humanos, algo que podría beneficiar a submarinistas o astronautas.
Siffre no acabaría aquí sus hazañas. En 1999 (y con 60 años de edad) volvió a introducirse, ahora en la cueva Clamouse, para el estudio de las condiciones a partir de edades avanzadas. Allí estuvo casi tres meses en su último acercamiento a aquello a lo que dedicó su vida. El hombre que estudió las cuevas y terminó estudiando el tiempo salía de Clamouse el 14 de febrero del año 2000.
La profundidad es oscura. Y nosotros necesitamos luz. Y si la luz se apaga, estamos muertos. En la Edad Media, las cuevas eran el lugar donde vivían los demonios. Pero, al mismo tiempo, las cuevas son un lugar de esperanza. De entrar en ellas para encontrar minerales y tesoros, y es uno de los últimos lugares donde todavía es posible tener aventuras y hacer nuevos descubrimientos.
Michel Siffre (2008)