Me encontraba leyendo el New Yorker cual periodista esnob cuando se me ocurrió escribir sobre este tema. El artículo era una sátira sobre el teletrabajo que imaginaba la conversación entre un hombre que llama al 911 y una operadora del teléfono de emergencias que intenta tranquilizarlo. ¿Su emergencia? “Trabajo desde casa”.
Hace ocho años que trabajo en remoto. En ese tiempo he leído una infinidad de artículos que prometían ser “La guía definitiva para trabajar desde casa” o una lista de “10 formas de ser más productivo al trabajar desde casa”. Algunos se centraban en ayudarte a mejorar tu espacio de trabajo para evitar distracciones y otros eran consejos bienintencionados sobre gestionar mejor tu tiempo que, en realidad, podrían aplicar a cualquier tipo de trabajo. Y sí, es mejor tener un espacio de trabajo cómodo, tranquilo y bien iluminado que todo lo contrario, y es mejor organizar tus tareas al final de la jornada anterior que no hacerlo. Pero la lucha con el teletrabajo es la de no convertirte en un ermitaño. Un ermitaño gordo.
Soy introvertido por naturaleza. Hace unos años, habría jurado incluso que soy de ese tipo de personas que se sienten más cómodas cuando están solas que rodeadas de gente. Trabajando desde casa me di cuenta de que no: me gusta la gente. Intento pensar en momentos agradables de los últimos meses y solo se me vienen a la mente largas charlas de sobremesa con amigos o familia. Lo que quiero decir es que todos odiamos las conversaciones de ascensor, pero de ahí a pasar la mayor parte del día solo hay un gran trecho. Especialmente cuando las jornadas se te van de las manos y descuidas la vida social. Esa desconexión con el mundo exterior acaba generando ansiedad.
Por suerte, trabajar desde casa no es incompatible con la interacción social. Sí, se pierden cosas que podrías tener en una oficina —nunca va a venir un compañero de trabajo a tu mesa para criticar al jefe, y tampoco vas a poder almorzar con la compañera que te gusta—, pero cuando trabajas en remoto lo más probable es que no estés realmente solo. Yo me paso buena parte de la jornada hablando con el equipo de Gizmodo en Español por Slack; y sé que otros se las arreglan en grupos privados de Telegram llenos de oficinistas aburridos. ¡Lo raro sería que no encontrases a nadie que te dé conversación en Internet!
En mi caso, la cosa se complica al acabar la jornada. Cansado y hambriento, demasiadas veces paso directamente del escritorio al sofá, pido comida a domicilio y me doy un atracón de series. Cuidado: mezclar trabajo y ocio en el mismo lugar es un cóctel peligroso. Mi mejor arma contra eso es tenderme trampas para forzarme a salir de casa: colocar compromisos sociales durante la semana en lugar de limitar mis salidas al fin de semana, apuntarme al gimnasio para obligarme a hacer ejercicio, comprar un Groupon de 15 entradas de cine para evitar la tentación del sofá... (Al final no gasto ni la mitad de esas entradas y acaban caducando, pero al menos lo intento).
Puede ocurrir que nada de eso supla tus necesidades sociales, y entonces tengas que implantar medidas más serias para evitar caer en la ansiedad o en una depresión. Hace un par de años estuve yendo al psicólogo para hablar sobre este tema. Una de las opciones que suelen recomendarte es invertir un dinero al mes en un espacio de coworking, uno que te inspire buen rollo y te motive a salir de casa todas las mañanas. Al fin y al cabo, somos seres sociales.
Otro problema con el que me he encontrado teletrabajando desde casa, muy relacionado con el anterior, es la triste merma de mis habilidades sociales. Si ya era introvertido antes, ocho años comunicándome principalmente en formato texto me han incapacitado para sentirme seguro al mantener conversaciones en persona. También he adquirido un serio déficit de atención que trae de cabeza a mi pareja, y hasta diría que soy menos carismático que antes.
De nuevo, es una cuestión de “tenderte trampas” o, mejor, tener la voluntad de cambiar las cosas. Rodearte de gente cuando acaba la jornada. Coger el teléfono en lugar de mandar un mail. Hacer videollamadas con tu jefe o tu cliente, siempre que tenga sentido. Reunirte con ellos en persona, si es posible. Almorzar fuera de casa con tu pareja, tu amigo o algún compañero (pero sin atiborrarte: hay pocas cosas peores que volver al trabajo con la barriga llena a la hora de la siesta).
Lo del almuerzo da para un artículo aparte. Tengo el mal hábito de comer frente a la pantalla casi todos los días, lo que alimenta la sensación de aislamiento y, sobre todo, es una terrible forma de gestionar tus descansos. Una buena rutina de pausas y descansos es imprescindible para refrigerar la cabeza y mantenerse productivo. El riesgo de burnout aumenta exponencialmente si al estrés del día a día le sumas una carga irresponsable de trabajo. En serio, puedo notar el chute de productividad cuando vivo, como y descanso de forma más saludable.
Trabajando desde casa, sin embargo, lo natural es que los horarios se difuminen. Craso error. Aunque trabajes por objetivos en lugar de por horarios, tienes que tener claro que las jornadas no se pueden alargar eternamente; por tu salud mental. Es un tema que además tienes que dejar muy claro con las personas que viven contigo: si te rodeas de distracciones, lo más probable es que te distraigas. Y por experiencia sé que las distracciones te llevan a trabajar más horas. No quiero ni pensar en las horas extras que he trabajado estos últimos años por sentirme culpable tras un día improductivo.
Pero las distracciones son solo la punta del iceberg. De hecho, si estás distraído es porque hay un desgaste mental que te impide concentrarte en primer lugar. Si quieres evitar ese desgaste, tienes que aprender a delegar y a decir que no más a menudo. No llegas a todo; nunca llegarás a todo, es inútil intentarlo. Tampoco vale la pena intentarlo, ¿o acaso es tu trabajo lo que te da la felicidad?
Es imperativo que te obligues a parar cuando termina tu jornada. Y es muy recomendable que, a continuación, salgas a hacer ejercicio. No solo estás sentado todo el día, como en cualquier trabajo de oficina; para colmo, no tienes que viajar al trabajo: solo ir de la cama al ordenador. Obligarte a hacer ejercicio un lunes es muy fácil, lo difícil es mantener el ritmo hasta el viernes. Ten en cuenta que, cuando sales de la oficina, ya estás en la calle; pero cuando terminas de trabajar en tu casa, estás en la comodidad de tu hogar. (Por eso muchos artículos te recomiendan vestirte en lugar de trabajar en pijama).
Como en muchas otras situaciones, la clave para no marchitarte poco a poco es salir de tu zona de confort. Mi casa, mi iMac y mi conexión de fibra óptica conforman mi zona de confort, pero mi trabajo se puede hacer desde cualquier lugar del mundo, con cualquier dispositivo conectado a Internet, y esa es una ventaja que no aprovecho lo suficiente. No digo dejarme barba y pasar la mañana en el Starbucks, sino aprender a trabajar en movilidad cada cierto tiempo. No acabar aplastado por el peso de las cuatro paredes que veo cada día.
Una forma más productiva de salir de la zona de confort es obligarte a hacer algo de networking. Animarte a ir a conferencias, conocer gente nueva, abrirte a nuevos mundos... Si lo haces, solo puede pasar una de dos cosas: que pierdas un par de horas de tu tiempo o que engroses tu lista de contactos. Echando la vista atrás, tengo la sensación de que la gente de mi carrera que estaba metida en más “cosas extraescolares” es la que ha acabado llegando más lejos con los años.
Mi último consejo es que abraces las posibilidades que te ofrece trabajar desde tu casa. Para algunos, la mayor ventaja será vivir en un pueblo o una ciudad que no les permitiría trabajar de otra manera. Para otros será pasar más tiempo con sus hijos, con su familia. Para muchos, no tener que meterse dos horas de transporte de ida y vuelta al trabajo cada día. Y en última instancia, saber que puedes ir a las reuniones por Skype en camisa y calzoncillos.